HELDA DESTACADA TRAYECTORIA WEB

Helda Ribera-Chevremont, Periodista

Eran las 5:15 de la madrugada y mi sueño liviano fue interrumpido por los sollozos de mi nieto: «Mamá, no te vayas», suplicó. Me sobresalté y me acerqué rápidamente para consolarlo. Entonces me percaté que estaba soñando y me pegué más a él en el silencio de la noche. En la oscuridad.

Ante su clamor, me invadió la zozobra, la melancolía. Me bebí las lágrimas como lo hice tantas veces cuando apenas no había cumplido los cinco años de edad.

Esta pasada semana me tocó cuidar a mi nieto. Mi príncipe está próximo a cumplir los tres añitos en el mes de septiembre. Sus padres viajarían por ocho largos y distantes días, de modo que agarré mis bártulos y me mudé a su casa para ocupar el nido.

Sabía lo que me esperaba. La rutina consistía en juegos, sus  programas infantiles y las películas preferidas: en Nexflix, Youtube y el canal de Cable TV 279. Recibí instrucciones específicas de parte de sus padres sobre su  alimentación, gustos, horarios para comer, dormir, llevarlo en las mañanas a la escuelita maternal, recogerlo en las tardes, cuidados, atenciones, protección, alertas…Y uno que otro paseíto improvisado para entretenernos.

Igualmente quedaron al alcance números telefónicos en caso de emergencia, notitas escritas colocadas en diversos lugares a manera de recordatorios, que incluían la hora adecuada para nuestra comunicación a través de Facetime para mantener contacto con el niño. Y a todo esto, ¡claro!, sin perder de vista la ubicación  del bobo y la frisa que iban recorriendo la casa, según la necesidad del bebé.

La estructura del sistema de organización del hogar facilitó el manejo de la encomienda y hasta el racionamiento a causa de la sequía resultó llevadero. Sin embargo, enfrentarme a algún episodio en el que mi nieto llorara porque extrañaba a sus padres…a su mamá, me causaba gran ansiedad. Con ese miedo y siempre a la expectativa yo misma saboteaba mis nervios y tranquilidad en el día y la noche.

helda con mama

Mamá…

Tenía poco más de  cuatro años cuando un fulminante derrame cerebral llevó a mi padre al hospital y lo mantuvo al filo de la muerte. Mi madre, 20 años menor, se vio obligada a buscar quién se encargara de mí por algún tiempo incierto. Recuerdo como si fuera hoy, cuando mi mamá y mi hermano de 18 años me llevaban en el carro de camino a la casa de mi tío paterno, Evaristo, quien para entonces tendría poco más de 60 años. Unos cuantos menor que mi papá.

En mi memoria no guardo imágenes o expresiones de mami aquella tarde durante la travesía hacia el sector de Condado. Pero por el contrario, mi hermano me iba llenando mi inocente cabecita de musarañas. Me contaba que en la casa adónde me llevarían de paseo, había muchos juguetes, un patio lleno de animalitos y un jardín bien lindo con muchas flores.

No existen memorias de la despedida ni de cómo transcurrió aquella primera y trágica noche oscura sin el regazo y la cálida presencia de mi mamá. Pero sí tengo presente en mi memoria un jardín vacío y desierto al que salía todas las mañanas que pasé en esa casa, con la esperanza de ver cumplida la falsa promesa que me hizo mi hermano.

Desterrada y abandonada, me recuerdo llorando largo y tendido abrazada a mi almohadita, sentada en la escalera que iba a la segunda planta de la residencia. Todos los días a las 6:00 de la tarde recibía una llamada de mi mamá desde el hospital. Ahogada en llanto le suplicaba que me buscara y ella, llorosa, me aseguraba que sería pronto. Pero aquella agonía se extendería por otras dos semanas de eternidad porque mi tía política ya no quiso asumir por más tiempo la responsabilidad que yo le representaba.

No recuerdo quién me llevó luego a la casa de un segundo tío materno y más tarde, a la de un tercero, ambas en el área de Puerto Nuevo, Entonces sería el canto de los gallos en los amaneceres en sombras, los que abonarían a mi tristeza y soledad. Creo que sobresaltada ya no volvería a conciliar el sueño, solita, acurrucada en el medio de una cama de pilares, sin el calor de mi mamá. Las imágenes de las ramas de los árboles se reflejaban en las paredes del cuarto…y me daba tanto miedo…

Tampoco tengo memorias del reencuentro con mi madre ni de los besos y abrazos que presumo me dio el día que me tocó regresar a la casa. El daño causado por aquel evento traumático se volvió irreparable por siempre. Por muchos años soñé que caminaba con mi madre por la calle Cristo del Viejo San Juan y al doblar a la izquierda en la esquina de la Fortaleza, ya no la volvía a encontrar. Corría y corría sin alcanzarla. Por eso durante la crianza de mis hijos sentía la impetuosa necesidad de estar presente en todos sus momentos, sin ausencias, obsesionada  ante el temor de una pérdida. Sobre ese estado de ansiedad, nada ha cambiado.

La noche que mi nieto suplicó en sueños a su mamá que no se fuera, yo también me bebí las lágrimas despierta. Y el mundo volvió a girar en reversa, recordando a la mujer que adoré hasta su último suspiro…«Mamá, no te vayas».

(Continuará)